lunes, 8 de marzo de 2010


Quiero deciros, amigos
que una luz casi mandarina
se refleja en los charcos
de la lluvia de estos días
como monedas de oro
esparcidas aquí y allá.
Subo a mis callejones
donde me espera
una tensa calma;
debajo de una puerta veo
que el cartero dejó un sobre
de invitación a la muerte.
Una figura me saluda
bajo la luz anaranjada
de los faroles ciegos;
de pronto, amarra unos pasos
y desaparece en el humo
de fuego de la otra luna
que corta este laberinto
de calles mudas.
Un viento débil
retuerce la humedad
de los geranios que se inclinan
sobre su propia incertidumbre.
Más allá otros tiestos
plantados de sarmientos
no hallan razones
para resistir los ataques
de espíritus que vagan
sin rumbo fijo,
sin control de las horas
carentes de tiempo.
La niebla se levanta
y me oculta el horizonte
de una puerta cerrada
a cal y canto.
Miro a mis pies
y los pliegues de cuero
de mis pasos se detienen
justo al momento
de una noche
que hace años
empezó a morir de frío.

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