jueves, 10 de junio de 2010


Hubo un tiempo, casi tan lejano
como la mayor parte de mis días,
en que compartía mi habitación
con la alegría.

Una noche por error,
dejé la ventana entreabierta
y sigilosa se marchó mi dulce compaña.

Los días siguientes
no pude acercarme a un plato de olla,
la presencia de un hueso de espinazo
resultaba fatal para un cuerpo
acostumbrado a la digestión ligera.

Sin pensarlo, me encontré un obstáculo
de los que a menudo salen al encuentro
de los cuerpos vivientes;
por vez primera me decepcionó la vida.

Mi cara, que hasta el momento desprendía
aromas de lustre,
cambió su tono al de un muerto,
transcurridas las primeras venticuatro horas.

Si amigos, mi existencia unida a una botella
colgada de un cáncamo,
junto al cuadro del niño Jesús
que velaba mis noches.

Y contando las gotas que
parsimoniosamente penetraban
en mi vena temerosa,
pasaba el tiempo,
mientras en mi cabeza enfermiza
se amontonaban
tacos de tocino y tortilla de patatas.

Tres o cuatro días más tarde
se estimó la suficiencia satisfactoria;
me desclavaron del segundero inclemente
y pude enfrentarme con éxito
a un buen plato de fideos.

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