lunes, 28 de junio de 2010

ESCENAS DE MI CALLE I, POR PACO CÁNOVAS


Para los que no la sitúan en el plano de Serón, les diré que es la que baja más directamente desde la Ermita de la Virgen hacia la Iglesia, dejando a su derecha la subida al Castillo y el resto del pueblo.

Comenzaba en su baldosa izquierda, como toda calle que se precie, por una taberna: la taberna del Sordo (creo recordar que era pariente mío y tenía un hijo de nuestra edad). A su lado, en dirección a la Ermita, había vivido una familia que emigró a Cataluña antes de la guerra. Una de las hijas, Carmen Herrerías, se había casado con mi tío Paco Domene, hermano de mi madre: sus familias vivían pared por medio en dirección a la ermita. Este matrimonio era de ideología muy de izquierdas. Participaron activamente en las movilizaciones políticas en Cataluña y durante la guerra cayó él herido en el frente de Aragón. Se refugiaron en Francia, viviendo –creo- en Draguignan, hasta su regreso en los años 50 a instalarse cerca de Barcelona. Al otro lado de la taberna, y ya en dirección a la Iglesia, estaba la casa donde los Cantariles pusieron la fábrica de gaseosas. A continuación vivía Martirio, siguiendo a ésta el tío Juan Martín. Le seguía el tío Juan Herrerías y su yerno Pepe el de Julio, la tía Pilila, Antonio el Farruco, Josefa la Ratona, el tío Antonio el Pintao y los Chorrillos también compañeros de juegos, amén de algunos más que no recuerdo. En la baldosa derecha recuerdo al tío Juan Vacas, “capaor”. Al lado de éste vivía entonces el Viruta. Después Jesús Herrera. No quiero tampoco dejar de mencionar a la “maestra coja” con cuyos nietos jugamos: andando el tiempo me encontré en Vélez-Rubio con su inteligente nieta Trina, que era profesora y estaba casada con un compañero también profesor del Instituto. Vivían junto a Jesús Herrera. Hasta el Callejón vivimos Enrique Martín, Encarnica la Cereña –recientemente fallecida- y nosotros. Y junto al cañillo estuvieron viviendo algún tiempo los Garullas del Molino, que compartieron juegos con nosotros en su espacioso portal. Después seguía la tía Beatriz y Manuela la del Horno, bifurcándose a continuación en la calle que subía al Castillo –parece que Néstor la cita como del Príncipe, con María la Tonta como primera vecina- y el inicio de la Cuesta de la Umbría.

Nuestra calle era un mundo en pequeño: había de casi todo, casi se autoabastecía; no podía ser menos en aquella economía de subsistencia.

Empezamos por el Arte. Todo Serón (e imagino que la mayoría de los pueblos) era muy aficionado a practicar la MÚSICA, bien con instrumentos de cuerda (bandurrias, guitarras, etc., que curiosamente se practicaban mucho en las barberías: la de Gabriel y, especialmente, la del Chachiro) bien con los de la Banda -sobre ello escribe muy bien Néstor que es un erudito en la materia-. Esto aparte de los concertistas de Piano y Violín cuya efemérides se celebró estos años atrás, sin información adecuada por no estar seron.tv en la Red todavía; y de los estudiosos del piano más recientes (años 50 y 60) como, por ejemplo, la hija (¿se llamaba Inmaculada?) del tío Antonio Domene el de la panadería, la hija de Rogelio el de la tienda de la Plaza (¿era Emma? ¡qué memoria más desmejorada tengo!) y supongo que aún hay más ejemplos. Era de buen tono en la época.

Algunos protagonistas tenemos en la Umbría.

Cuando yo era niño, mediado el siglo XX, proporcionaba nuestra calle varios músicos a la Banda: El mayor era el tío Juan Herrerías, carpintero de profesión y músico por afición cuyo instrumento era el bombardino, como señala Néstor en su artículo sobre la Banda. A su lado y casado con Enriqueta, hija del tío Juan, vivía Pepe el de Julio (hijo de Julio el del Auto) que tocaba el clarinete mejor que Benny Goodman, sobre todo en los bailes formando conjunto con el trompetista Enrique Maqueque, el saxo “el Currillo” y a la batería el hijo de Pepe, Antoñín, como ya he citado en otra ocasión (a veces yo rompía el ritmo con las maracas). El citado Antoñín también tocaba en la Banda (creo que el clarinete). Algunos años más tarde apareció nueva savia: calando sus gafas a lo Manuel Azaña se incorpora Néstor Ávila y su trompeta al “terrao” de su tía Encarnica, vecino del nuestro y escenario de sus ensayos y tertulias con mis hermanos Juan y Pepe; por esa época, como recordarán los coetáneos, la superficie del terrado estaba impermeabilizada con greda –entre nosotros “tierra roya”- que se agrietaba en verano por el sol y debía ser repuesta para la época de lluvias so pena de que las habitaciones soportaran innumerables goteras que, al golpear sobre los cubos de zinc y cacerolas, componían una original “música acuática”: nada que ver con la de Händel

En otros estilos musicales había también otros músicos.

Siguiendo Umbría adelante y ya para iniciar la subida al Castillo, antes de acometer la Cuesta de la Umbría, vivía Manuela la del Horno: su hijo el Juanitín era famoso por tener gran maestría en el arte de tañer la bandurria.

Debemos hacer alusión a la colaboración que los vecinos del Castillo, los gitanos, hacían con su cante al ir al cañillo de la Umbría a llenar sus cántaros de agua. Las malas condiciones de seguridad –recuerdo algún corrimiento de tierras- y salubridad de su hábitat hicieron que paulatinamente fuesen abandonándolo. Casi sólo quedaron los patriarcas: la Milana y su hermano el Maceo, especialmente habilidoso éste, a pesar de la pronunciada curvatura de su torso hacia el suelo y la escasa estatura, para esquilar los burros; ello no era obstáculo para que coronase siempre su obra dibujando la silueta de un pez en la culata de la bestia lo que habrá dado lugar a conjeturas sin fin acerca del simbolismo de dicha figura.

Y un sonido inconfundible en aquella época en aquella calle era la voz del Luis el Zarza, niño de nuestra edad y amigo entrañable, glosado por Néstor en su historia de Los Zarza: solía pasar la calle a toda velocidad conduciendo su “vehículo” imaginario –coche o camión- e imitando el sonido del claxon con su potente voz a todo lo que daba de sí: debía ser un “vehículo de buenas prestaciones” por lo redondo que sonaba su motor: toda la calle quedaba enterada de su paso; era una premonición de su futuro profesional. Pero hablando de música, del Luis y del Antoñín, me viene a la memoria una “hazaña” en la que intervinimos. Resulta que eran las fiestas del Higueral (creo que son en Septiembre) y fueron a tocar para el baile en su plaza los cuatro instrumentistas: Pepe, Enrique, el Currillo y Antoñín. Como compartíamos los mismos escenarios (calle para jugar, portales familiares, placeta de los Zarza, escuela de D. Paco, Plaza de Arriba, Toleillo para pedir el aguilando en estos días acompañados por las tapaderas y las zambombas y claveteando todas las puertas con clavos de todo tipo: acero, alambre, oro...según se portaban los moradores, como rezaban los villancicos), éramos muy amigos los niños; entonces sin comentarlo con nadie cogimos el Luis y yo andando vía férrea adelante y nos plantamos en el Hijate para acompañar al Antoñín. No calculamos bien lo que aquello iba a durar ni la repercusión en nuestras familias. Se hizo de noche, nos subimos al cajón de la camioneta que llevaban los músicos y esperamos a que la verbena acabara para volver montados. Lógicamente las familias, aunque estaban acostumbradas a nuestras ausencias prolongadas, aquella les inquietó más de la cuenta y tirando del hilo dedujeron que estaríamos los tres niños juntos. Serían las 2 ó 3 de la madrugada cuando aparecieron en un taxi nuestros familiares acompañados por D. Paco el maestro. De momento sólo recibimos una buena reprimenda. Pero al día siguiente, ya en frío, hubo castigo ejemplar: reclusión sin salir de la Escuela al recreo ni de las casas a jugar durante una semana; y me parece recordar que los palmetazos también llovieron generosamente sobre las manos. A pesar de estos guardamos muy buenos recuerdos de la Escuela y de D. Paco.

En especial tuvo el mérito de incorporar a nuestra formación el cultivo de la música que él practicaba por su cargo de sacristán. Participábamos los niños cantando en las funciones religiosas: me acuerdo exactamente de las tardes del mes de Mayo en que solemnizábamos las Flores a la Virgen. También participamos los niños de su Escuela vestidos de monaguillos en una función teatral cantada, supongo que para recaudar fondos para la Iglesia: la organizó, me parece, un sacerdote llamado D. Luis González García; colaboraban con él un grupo de muchachos “desvergonzados” –los telegrafistas, los arturos, etc- que le hicieron una “sucia” jugarreta: tenían que acabar una frase diciendo algo relativo a “desabrochar los botones de mi chaqueta” y cambiaron ésta por “bragueta”, con lo que el pobre D. Luis agarró un cabreo de misa mayor, lo que era de esperar en la sociedad de entonces. Por cierto: tengo noticias de que el tal D. Luis vive en Barcelona y está en un barrio muy deprimido haciendo su labor entre los más desfavorecidos, con sus ya 80 años largos de vida.

La sección vocal musical la componían las modistillas que con el buen tiempo se sentaban a la puerta del taller a coser y cantar: daba gloria ver por las tardes a lo largo de la calle tanta juventud aprendiendo afanosamente el oficio; en verano calmaban el calor degustando los riquísimos chamvis -¡al rico chamviligüití!- que iba vendiendo Carmen la Churrera acompañada de su hijo Enrique y que, aunque eran baratos, no estaban siempre al alcance de niños como yo. A lo más que llegábamos los niños era a refrescarnos bañándonos en cualquier lugar que contuviese agua y, además, en plan nudista (para que digan ahora); por ejemplo en la Acequia de Arriba donde nos daban sombra unos hermosos chopos que han desaparecido, en la de Abajo menos, en los remansos que el río Bolonor hacía a la altura del Cuartel (muy bien podría ser el que aparece en foto del álbum de Rafael Cano y José Luis Túnez), en las balsas de Garrido, Santa Bárbara -donde estuve a punto de ahogarme y aprendí a nadar-, en la del molino de los Garullas, etc, etc. ¡Cuántos disgustos para nuestras pobres madres!

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