Regresé a mi casa
bajo un techo de estrellas
que en el espejo quemaban
la imagen de un niño,
algo nublada
entre mantas de invierno,
por la ventana distante
cincuenta y tres primaveras.
Venía de un aire cálido
del reflejo de la Luna
cuando, mirando risueña
desde el tejado de enfrente,
dejaba a salvo la sombra
de mi cuerpo infante.
Arriba, en la solana polvorienta
hallé un corazón abierto
entre huesos que brillaban
en destellos de luceros
por el paso del tiempo,
(medido en noches perpetuas).
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