Estimadísimos limones cuadriculados:
En este último año he aprendido muchas cosas, pero la más importante que, hasta el momento me había pasado casi desapercibida es ésta: la vida merece la pena vivirla.
Parece que fue ayer cuando bajaba por la cuesta del tío José Antonio casi volando, han pasado cincuenta años y sigo contándolo. Allí estaba casi siempre González, Enrique el de José Antonio etc.
Cuando ya tenía fuerzas para cargar con un cántaro de agua, al caño de Pedro Levita, donde me podía encontrar a
Vicente el Vallejo, con sus pantalones de mil remiendos y echar una carrera calle abajo mientras el cántaro se llenaba.
Claro que otras veces me encontraba a su hermana, con aquel novio que tuvo, asesino que sería por sentenciar… y entonces me daba la vuelta y bajaba al caño de abajo.
El recordar todas estas cosas, después de tanto tiempo me produce satisfacción porque aquello era un pueblo vivo de gente por todas partes, cada uno en lo suyo a la vez que todos, en las cuestiones ajenas.
De mi casa a la escuela, a la Plaza, la Iglesia, otras casas, porque me conocía todas las casas del pueblo y así puedo contarlo, desde la del tío Tostón en el Barrihondo, hasta la del Garito el Gitano en el Castillo. Del almacén de Pepe Rodríguez al de Antonio Martínez, pasando por el jardín del Rulito. Emio Jiménez, Pepa la del Estanco, Remeditos del tío Alfredo y la Tejera, la Maestra Coja, Lázaro el sastre, José el de la Luz, José el Molinero…, aparte de estrellar un coche de policía en el mostrador de la tienda, recién traído por los Reyes de Oriente a Pepe Anaya.
Este pueblo, por suerte tiene más historia de la que algunos conocen y por cierto, recuerdo haber conocido estos cincuenta y cuatro años de colores, no en blanco y negro como dicen que veía mi Lula cuando no era ciega.
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