(Foto de Tíjola del año la pera)
A la memoria de José Ángel,
poeta y amigo que me animó
a ejercitar este mágico
mundo de las letras.
EL FABULADOR
Érase una vez un desmesurado y almidonado gato de rancio porte aristocrático y de oficio fabulista, el fantástico
protagonista de nuestro relato. Definíase a sí mismo como benévolo, mansurrón, caritativo, locuaz, libertino, de ideas más
extravagantes que anarquistas y, en privado, decía ser un poquito chapado a la antigua. También solía pasear con distinguida elegancia y resuelta dignidad, un esbelto y pulcro palmito, que a decir de las afiladas y viperinas lenguas de las más atrevidas gatas, aún estaba de muy buen ver a pesar de su madurez avanzada. Respondía nuestro inusitado cuentista al disparatado e ingenioso nombre de Don Cándido Simplísimo, que a decir verdad, era y es poco usual, por infrecuente, reiterativo y raro, tanto en el mundo de los gatos, como en otros mundos, como habrá podido usted adivinar, querido lector, con esa mente prodigiosa que el “Divino Hacedor” tuvo a bien de equiparlo para poder así enfrentarse mejor a este complejísimo relato.
Compartía el filantrópico minino su rutinaria vida lo más decorosamente posible con su venerada y amadísima esposa, Doña Felicísima Agrado, con la que se había trasladado, ¡ejem!, perdónenme ustedes el equívoco, quería más bien decir, que sus hijos les habían reubicado cuando empezaron a poblarse de canas sus cabezas, allá en donde viven los desahuciados, la residencia de la tercera edad “Los Bellos Olvidados”, de la calle la amargura, según se sube a la derecha y número 33.
Solía Don Cándido, con ese porte regio que le caracterizaba, y su cultura vasta, amenizar las largas tardes de estío de tan lujosa residencia, bien tocando el piano, o bien desgranando historias de otras épocas y de otros singulares reinos animales de allende los mares, que trasladaba con muchísima imaginación y mayor entusiasmo, a sus displicentes y abnegados tertulianos, los cuales, aparte de los achaques naturales que la vejez a todos ellos deparaba, aguantaban como mejor podían, y no sin algún reproche, el aluvión gramatical y la fácil elocuencia con que les entretenía tan distinguido e histriónico gato.
Recuerdo una vez, -empezó por decir, aquella tarde, Don Cándido-, que estaba yo con el Rey Don Matías “El
Descorchado”, que por cierto, vean ustedes mismos la invitación real que a mi querida esposa y a quien les habla nos mandó, para asistir a la boda de su hijo, el Infante “Embobado” con la gata trepa de los noticieros amañados. Y sacando un enorme cartapacio de uno de los bolsillos de su chaleco, pudo extraer una súbita y estentórea exclamación, un ¡oh! de admiración de su público, ya por entero a su causa entregado. ...¡Ejem!, ...prosigamos... cuando un marinero barbudo, que pertenecía a la embarcación de su majestad “El Truhán I”, nos contó la historia del ratón desorientado. ¿Os interesa, la cuento...?, inquirió expectante el locuaz gato. ¡Sí, sí, por favor...!, respondió la concurrencia complacida, pues tenían el televisor estropeado, y aparte de otra cosa mejor que hacer ni otros achaques que vigilar, le pidieron dar comienzo el relato.
“En un tiempo no muy lejano, cercano a nuestro reino, existió un bello país, paraíso de ratas, llamado Votolandia, donde imperaba una utopía. Y consistía dicha fantasía en que había, políticamente hablando, solamente dos bandos: los que nunca perdían, y los que nunca ganar podían; por lo tanto no existía ni el triunfo ni el fracaso, pues cada cual sabía, y desde su más tierna cuna, el feliz futuro que, para el mañana, el destino les había preparado. Lo cual, créanme queridos contertulios, era un alivio, para todos aunque crean ustedes lo contrario, pues más adelante comprobaran si estoy en lo cierto o he errado. Y esto ocurría con todo y en todo; con los oficios, las cofradías, hermandades, clases sociales, clanes y hasta con los jóvenes de la movida, porque cada uno tenía desde su más tierna infancia sus amigos asignados, sus grupos establecidos y su futuro garantizado. Todo estaba perfectamente organizado de forma que la preocupación por el sustento, la angustia por poseer una
buena hembra o un fornido macho, o cualquier otra inquietud o dislate mental que a cualquier gato apeteciera, en esta sociedad estaba más que superada y abastecida con creces. ¿Por qué? Porque cada familia formaba un pequeño gremio, una célula, una especie de fábrica embrionaria de oficios futuros y esencialmente necesarios para la supervivencia de la comunidad, como eran la de los maestros, médicos, fontaneros, electricistas... y un largo etcétera que pueden ustedes ir imaginando.
- ¿Quiere decir, que nadie podía elegir su oficio? ¿Que tenían que conformarse con aquella ocupación que les había tocado por su nacimiento? ¿Y si el interfecto prefería ser fontanero en vez de médico, o jardinero en vez de secretario, o vaya usted a saber?, - dijo un hermoso gato “zibetha” de color zanahoria, llamado Flavio Marginés -.
- Era esta una situación pactada desde la fundación de Votolandía, mi querido felino -replicó el hábil conferenciante dando continuación a su fábula -. Porque allá en los albores de la edad de la civilización, en la era de la manipulocracia, sus sesudos instauradores pensaron, en fatigosas sesiones disparatadas, que sería esto el cenit, culmen y final de una situación que, cualquier mente higiénica y, democráticamente sana, podría desear, estimular y beneficiar, entendiéndolo claro está y nunca mejor dicho, como un pequeño paraíso terrenal. Y consistía dicha anarquía en la simpleza de que todo el mundo vivía en plena libertad.
- ¿Qué es la libertad y en qué consiste eso?, porque yo siempre ando preso, o bien de enfermedades, deseos o apetencias varias que no consigo calmar, y que me tienen la mente siempre ocupada; por lo tanto es para mí pura demagogia eso de la libertad, - apuntó el espíritu de contradicción que era el intempestivo micho Morganés -.
- Pues consistía, mi entrometido amigo, en que nadie tenía una necesidad perentoria de producir, al menos para acumular dinero, pues sólo se laboraba para mantener los servicios de la comunidad. Pero, ¡escuchad!, ahora viene lo bueno: las familias eran lo más parecido a un matriarcado y, en el fondo, solamente una excusa de corte formal, pura apariencia que no tenía nada que ver con nuestro actual modelo de hogar, ni en lo jurídico, ni en lo social, pues para que no hubiera lazos afectivos, no se consideraba la figura ni la función del marido como tal, sino que las mujeres elegían a quien creían oportuno para aparearse, y después, ¡si te he visto no me acuerdo!
- ¡Si te he visto no me acuerdo! ¡Qué bien!, que diga... ¡qué barbaridad! Y, ¿dónde dice usted que está eso?, es por simple curiosidad, cuestión de ampliar conocimientos... geográficos,...se entiende... no vaya usted a pensar mal, ni se vaya a creer, Don Cándido, que tengo otro motivo, que en el fondo a mí me da igual... –exclamó súbitamente la gata Matilde sonrojándose al final un poco-.
- Dejad a Don Cándido que siga su cuento, y no interrumpáis más, que si no, tenemos para rato entretenimiento, -rezongó con buena rima el gato Marginés-.
- Muchas gracias, estimado gato, y doy continuación a mi relato con lúcida disertación en su honor, querido Marginés: de esta forma, que describimos, no existían los celos, -continuó narrando el inmenso cronista- ¡claro esta!, porque nadie podía sentirse engañado si no podía saber que niño era hijo de quién, si era de fulano, zutano, mengano o perengano... y, además, al tener varios hombres en común a una misma hembra y viceversa, era más caótica, si cabe, la situación. A todo esto os voy a comentar que cada mujer, además de formar con sus hijos una familia concreta, tenía establecida una función por su nacimiento. Por ejemplo: todos los hijos de la rata Margarita serían médicos, los de Fernanda, fontaneros, los de Silveria, sacerdotes y los de Pilar maestros, y así etcéteramente hasta donde podáis llegar…
- ¿Existe la palabra etcéteramente? ¡Qué dominio del lenguaje, cuanta capacidad! Admirada quedo y a sus pies me rindo, Don Cándido.
- Gracias Doña Paca, y si le entusiasma mi verso, en mi lecho le puedo disertar mil y una palabras todavía no inventadas, mientras jugamos al “teto”. Pero ahora déjeme que de un giro de tuerca al cuento. Prosigo pués: de éste modo todo el mundo en Votolandia tenía el trabajo asignado y por tanto no tenían más narices que ser felices. Nadie se sentía engañado porque todos sabían a qué atenerse. Habían nacido con el problema laboral resuelto y, por tanto, eliminada gran parte de la angustia que nos ocupa siempre a todos los gatos. ¡Ah!, olvidaba deciros que, consecuentemente tampoco existía el paro. Así que como podéis comprender, las que llevaban la voz cantante y de las que dependían los trabajos futuros, eran las mujeres y no los hombres que para entonces eran unos auténticos esclavos pues solo valían para trabajar y aparearse, y eso gracias a qué todavía no existía la inseminización artificial, porque cuando se invente estaremos de sobra todos los gatos, -farfulló lacónicamente-. ¿Parece que no ponéis muy buena cara?, -advirtió Don Cándido-.
- Hombre, la verdad,... eso de compartir las mujeres, y no saber quien es tu hijo... - dijo el pusilánime Agapito-.
- Calla ya “ennortao”, que tienes la misma inteligencia que pelos tiene el del atún calvo, -le contestó su esposa, la gata Matilde-.
- Ya está bien, dejemos la fiesta en paz y continuemos, que sólo estoy contando lo que allí pasaba, y como veo que el asunto sexual es bastante polémico, cambio el tercio y le doy un giro al cuento, -dijo enérgicamente y medio enfadado el ingenioso fabulador-. ¡Ejem!, en Votolandía, al contrario que nosotros, no tenían necesidad del consumismo, ni de disfrazarse para los carnavales, pues cada cuál se mostraba tal cual era sin necesidad de aparentar, ni de sacar fuera pasiones inconfesables, y mucho menos de cambiar una situación en lo político que para ellos era entonces, si no perfecta, si bastante envidiable. Por otra parte, lo que más había, y en abundancia, eran fiestas, valiendo cualquier pretexto para montar buenos saraos, hacer bailes, espectaculares romerías y jaranas de tono mayor.
- Don Cándido, -dijo la gata María, sin apenas levantar la voz- las ratas, ¿no tenían marido?, ¿de qué vivían?... ¿quién las alimentaba?... porque, ¿no trabajarían?... no me puedo imaginar a una gata trabajando, ¡que ordinariez!, ¡qué bajeza! Una gata dando tantos hijos al mundo y tener que ganarse además el sustento con sus manos…
- ¡Calla María! –respondió la felis Carmen- qué importancia tiene eso cuando podías catar a todos los ratones del pueblo, sin el engorro de un marido. Perdóneme el atrevimiento y que le reitere la pregunta anteriormente formulada y no contestada, ¿dónde dice usted, admirable cuentista, que está ese sitio, ese incomparable reino?
- ¡Ah, doña Carmen! no lo diré para poder preservar la integridad física de esos varones de ese país de Jauja, pues con usted campando a sus anchas, pocos ratones escaparían a sus lubricas apetencias y correrías... además la palabra catar es de una ordinariez supina, para esta ocasión es más apropiado decir solazarse o concubitar... y dejar la palabra catar para los buenos vinos, los mejores quesos y los más espléndidos jamones... ¡ejem!, prosigamos si gustan pues, -argumentó diplomáticamente el cuentista-.
...Sobre la cuestión del sustento femenino, te diré, que efectivamente, las mujeres no trabajaban, pues tenían la encomiable tarea de la procreación que es elemento principal e insustituible en la sociedad, y por eso los hombres estaban obligados a mantener con sus trabajos a varias casas de ratas, aunque no fuesen sus mujeres,... pues ya se sabe que el valor del hombre frente a la maravilla del alumbramiento es ínfima... además por eso dije antes, que somos unos esclavos, siempre encadenados al sexo, al vino e irremediablemente al trabajo.
- ¿Ínfima, ha dicho Usted? ¿Es que sólo se valora el hecho de parir? ¿Y la homosexualidad, la capacidad para elegir libremente el sexo que se quiera sin normas ni tabúes que lo empañen? - Dijo un gato escondido en un mullido sillón verde, con una voz aflautada, de nombre Fernando y reputado profesor de piano-.
- Ignora Usted, querido amigo, que nuestra carga genética es heredada, frente al cual nada podemos hacer. Y el dar a luz es además un valor del cual carecemos los gatos y sí lo disfrutan nuestras mininas, y créame usted, de lo cual me alegro mucho. Por lo tanto, lo que me tendrá que argumentar es si el homosexual nace o se hace; es decir, si en el fondo, sólo es cuestión de una aberración moral... o una equivocación caprichosa de la naturaleza. Y créame, no es cuestión baladí ésta... aunque reconozco que en asuntos de manfloriperios me encuentro bastante perdido... ahora bien si se refiere usted al tema de la manipulación a que eran sometidos los genes de nuestros gatos, pues efectivamente, esa era la razón principal, o la base si usted quiere de otro cuento, de un tal Aldous Huxley, un primate homínido que abogó por una forma de vida anterior a la nuestra en que también había distinción de distintas clases gatunas,... ¡Jesús cuanta interrupción! ¡Esto no hay gato que lo aguante ni cronista que mantenga vivo un relato! Más intentémoslo de nuevo y volvamos a lo interesante, a lo importante, a lo que nos da vidilla, a la política que es lo preocupante:
...los del partido del N.P.G. (los que Nunca Podían Gobernar), nunca estaban tristes y vivían siempre complacidos, satisfechos y contentos, pues aparte de no gobernar, que es algo de un engorro enorme y sacrificio exagerado, se podían dedicar tranquilamente al entretenimiento de la critica mordaz y al abucheo cotidiano de los sucesivos y distintos ediles y concejales del consistorio, ejercicio por lo demás bastante saludable y, por todos los psiquiatras de reconocido prestigio, recomendado. De hecho, en todas las tertulias matinales del pueblo siempre se solía criticar un poco a la corporación municipal, para que supieran que no estaban del populacho olvidados, que se les tenía en cuenta y se sintieran así menos solos, más aliviados y mejor comprendidos en sus excepcionales faenas de mandatarios. Tenían aquellos insolentes contestatarios, para tener encendida la llama de la polémica y discusión agria, un lugar estratégico y exclusivo: era en una vieja barandilla, pintada con franjas rojas y blancas, ubicada en el centro de la villa, en una calle donde el aíre más corría, frente a una ferretería y que desembocaba a la calle principal que atravesaba de parte a parte el pueblo. Allí era donde el personal se reunía para tan noble y arduo arte, que requería de los criticadores una capacidad de vigilancia estrecha, contumaz, insistente y persistente. Había, eso sí, algunos ratones más exaltados que otros, y ocupaban la barandilla más tiempo del necesario, como eran los ratones de la docencia, que se reunían con el encomiable propósito de hacer más feliz a Votolandia. Entre ellos estaban, como no, el ratón Juan Manuel y su amigo Salas, Ramón, Pepeluí y hasta un viejo guarda que le dio por vigilar ríos y beber vino con los de la enseñanza. Pero no eran los únicos, no había muchísimos más y la lista sería extensa y demasiado larga, por eso me callo más nombres pues haría de los asiduos a la baranda una guía más completa que la de Michelin o la Campsa. En fin, lo que sí me atraía poderosamente la atención era la del grupo de los inadapatados. Caso curioso este, pues ni estaban en el gobierno ni estaban en la oposición, y hacían más una labor de espionaje a favor, a veces de unos y a veces de otros. Y con ellos cundía el desconcierto pues no se sabía quien debía estar agradecidos con ellos, si los criticadores o los criticados. Pero como es natural, de ambos bandos eran repudiados. Más adelante volveremos sobre el asunto, pues entre ellos los había que se habían quedado atrapados en los primeros años de Votolandia y su horrenda guerra, y no habían evolucionado. Los había entre ellos, incluso delincuentes, que así desapercibidos pasaban sin que nadie les dijese nada e incluso pudieran darse cierta aureola de intelectualidad trasnochada.
- ¡Que maravilla de paraíso -dijo el gato Leocadio-.
- ¡Por favor, no interrumpa!, -rezongó Don Cándido- que estamos en la trama argumental que todo buen cuentista ha de abordar para no desvariar los cánones de una buena crítica literaria. Prosigamos...
...Una mañana el regidor del reino, el cricétino Don Comicio Tránsfugio, decidió en secreto dejar de ser alcalde, pues no se sentía feliz, y para ello pensó en pasarse de su partido el N.P.P. (los que Nunca Pueden Perder) al de los rivales del N.P.G., y es que le daba una envidia malsana ver a sus adversarios tranquilamente sentados al sol sin más compromiso que realizar, con su habitual desenfado, el mordaz vituperio consuetudinario. Don Comicio se sentía cansado de soportar tediosas reuniones con altos mandatarios y tener que comer gambas sin poder observar un buen régimen alimenticio. Le sacaba de sus casillas tener que asistir a actos en otros reinos con sus amigos chaqueteros, aunque él sabía que eran necesarios, entiendase: los actos y sus amigos. Pero, ¿qué diría el consejo de ancianos cuya misión era velar por el buen funcionamiento de la manipulocracía establecida, y no permitir que acaeciera tal desaguisado?, se preguntaba el bueno de Tránsfugio, cuyo mayor sueño era darle trabajo a la "sin hueso" sin responsabilidad ninguna, con bastante alegría, desenfreno, desenfado e ironía como hacían sus adversarios. Vivir relajado y feliz, simplemente trabajando, ese era su sueño oculta y nunca confesado. Y en fin, en éste mar de dudas se encontraba nuestro buen corregidor, cuando se presentó en el pueblo un ratoncito llamado Vesanio Carpanta, procedente del psiquiátrico de un pueblo muy distante de Votolandia, llamado Ratalania... Pero dejemos el cuento por hoy, y descansemos hasta mañana, que la mucha palabra embota y aturde el entendimiento, y pocas palabras buenas son, aunque yo tenga muy largo el verbo.
2 comentarios:
Gracias José Luís por el detalle de la foto.
Un abrazo
No hay de qué, siempre a sus órdenes.
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